Y Dios llegó a viejo...
Hoy, 1 de julio de 2oo5, se cumple un año de la muerte del inolvidable Marlon Brando. Aquel dia, como homenaje postumo, Carlos Boyero publicó el siguiente articulo en El Mundo:
Nadie ha transmitido en una pantalla el sufrimiento, las cosas del cuerpo y del alma, la sensualidad, la arrogancia con causa, la desesperación, el mal oscuro, la redención, la violencia interna, con tanta intensidad y seducción como este rey voluntariamente exiliado y permanentemente secreto que ha conseguido llegar a octogenario.
Ningún actor ha tenido tantos discípulos (mayoritariamente grotescos) intentando plagiar un estilo y una expresividad intransferibles. Brando no sólo convencía y emocionaba, también hipnotizaba y enamoraba a cualquier tipo de público. El gran narciso, consciente de su poder, a veces se pasaba cantidad y resultaba insoportablemente afectado, pero cuando nos ha entregado algo de sí mismo, cuando se ha respetado a sí mismo, su arte ha conseguido cimas imposibles de superar.
Ese arte consiste en interpretar todo tipo de personajes con sensibilidad, matices, interiorización, complejidad y estilo incomparable.
Sus registros son muy amplios, pero a diferencia de otros camaleones que borran sus señas de identidad de un papel a otro, Brando sigue siendo el mismo, componiendo las máscaras más heterodoxas pero sin querer o poder renunciar a su proteica personalidad. Su gestualidad está sincronizada como una orquesta perfecta, sus movimientos son los de un bailarín, habla con la garganta pero también con los ojos, con las manos, con las cejas, con los hombros, es capaz de expresar las sensaciones más volcánicas con un parpadeo o una entonación.
Está en posesión de algo que va más allá del talento. Es un don natural, algo que no puede aprenderse, ni cultivarse, ni imitar. Se llama genialidad. Las interpretaciones de un Brando en forma pueden ser instintivas o sofisticadas, directas o tortuosas, transparentes o enigmáticas, pero en todas ellas acabaremos sabiendo algo más sobre las luces y las sombras de la naturaleza humana.
Cuentan que la apariencia actual de ese anciano que forjó una leyenda perdurable desde la primera vez que le filmó la enamorada cámara se asemeja a la de un cachalote, que está muy chungo del cuerpo y del alma. Normal. Tiene que ser muy duro sobrevivir al suicidio de una hija embarazada después de que tu hijo se cargara al novio de ésta. Supongo que Brando habrá sufrido en su propia piel los abismos mentales y la desolación que tantas veces interpretó con lacerante veracidad en las ficciones. Y supongo que cuando llegas a esa intolerable familiaridad con el espanto te preguntas por tu responsabilidad en la tragedia de tu simiente y que no puede servir de alivio la memoria de haber sido el más guapo, listo, famoso, rico y deseado, ni la eterna admiración del prójimo, ni los Oscar que aceptaste o despreciaste, ni la ancestral dedicación a todas las causas perdidas, ni la certidumbre de haber revolucionado la interpretación, ni que figures como uno de los iconos más trascendentes y fascinantes del siglo XX.
Varias generaciones de espectadores seguiremos agradecidos a la conmoción y el placer que nos regaló este hombre. Cuidando las palomas aunque su corrupto hermano le vendiera y le entregara un pasaporte al fracaso, rumiando amargura por ser un tullido de guerra y negándose a aceptar la compasión encabezando la revolución con ojos bizqueantes y mostacho mexicano porque los niños tienen hambre y no saben leer, manipulando a la plebe con un discurso maquiavélico para vengar el asesinato de Julio César y tomar el poder, siendo el más chulo y el más macho de todos los motorizados de la historia del cine, enfrentándose en sufriente soledad a la jauría humana que quiere linchar al chivo expiatorio de todas sus miserias, siendo un mercenario del colonialismo con idéntica capacidad para sublevar a los esclavos que para destruirlos en la isla de Queimada, encarnando el anverso y el reverso de un patriarcal, sabio y terrorífico jefe de la Mafia.
Aún no había llegado el «más difícil todavía» del mago sensual y del temible juglar, algo con el valor y el escalofrío de un testamento. En 'El último tango en París' se atreve a mostrarnos sus entrañas. Lo que vemos, oímos y sentimos tiene efectos opiáceos pero también aterra. Es la expresión máxima del dolor, el sexo sin coartadas, el vértigo, la autodestrucción, el acorralamiento interior, la necesidad de amor y su provisionalidad.
Siempre le recordaré con esa imagen, pegando un chicle, viendo amanecer, muriendo en posición fetal.
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